Siempre que llego a mi casa, la encuentro vacía.
Es como un frío cascarón vacío. Es tan cómico el asunto, que al entrar y ver los muebles cubiertos de polvo –esos muebles que yo misma limpié esa mañana antes de salir- no puedo evitar dar una risotada. ¡En serio!
Todo ese esfuerzo que puse horas atrás se ve desvanecido por el simple paso del tiempo.
Un tiempo que se implacable y que no da muestras de apiadarse de mí.
Al final, cada vez que me encuentro con mi reflejo en el espejo, veo un rostro que me es menos conocido.
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